( I ) Sobre la caracterización y la “especificidad” de la dictadura uruguaya.
En
primer lugar: el carácter cívico-militar o civil-militar del
régimen dictatorial uruguayo. Podemos decir que el golpe de Estado en
Uruguay no fue, estrictamente, un golpe militar o un “asalto al poder” por
las fuerzas armadas, como sucedió en los demás países
de la región en que los militares desplazan al gobierno civil e instalan
una junta. El golpe de Estado en el Uruguay lo da el propio Presidente constitucional,
que con ese acto se convierte de presidente de iure en dictador de
facto. Esa continuidad en la titularidad del Poder Ejecutivo del Estado
determina, entre otras cosas, que tampoco se produzcan reconocimientos diplomáticos
del régimen instaurado el 27 de junio de 1973 por parte de otros gobiernos
del mundo.
María del Huerto Amarillo, ha sostenido al respecto que: “A diferencia
de los países vecinos, el modelo autoritario en el Uruguay no fue impuesto
por las Fuerzas Armadas, sino por un gobierno legítimamente constituido
y al amparo de mecanismos constitucionales que lo facilitaban”, sobre
todo la recurrencia a la implantación de Medidas Prontas de Seguridad
y la declaratoria del “estado de guerra interno”.
Volviendo al tema del carácter “cívico” o “civil” del régimen dictatorial, ello también quiere remarcar la participación de civiles como base de apoyo y sostén del funcionamiento regular del aparato administrativo y político del Estado autoritario, tanto a nivel nacional como departamental. Empezando por la continuidad de la mayoría de los integrantes del Gabinete (donde sólo da un paso al costado el Vicepresidente de la República, don Jorge Sapelli, y renuncian cuatro ministros de la Lista “15” del Partido Colorado de gobierno); también hay continuidad en la titularidad del poder local-municipal, a través de la continuidad en sus cargos de todos los Intendentes (salvo el de Rocha). El soporte civil del régimen está determinado, también, por el personal de confianza y los profesionales que van a ocupar los puestos de decanos-interventores en la Universidad de la República o en el Hospital de Clínicas, el Sindicato Médico o en otras ramas de la enseñanza pública y Entes del Estado. De todo este personal civil, destacan funcionarios de confianza actuantes en el Ministerio de Relaciones Exteriores, e informantes del Departamento II (Exterior) del Servicio de Información de Defensa (SID) dependiente de la Junta de Comandantes en Jefe.
Otra característica,
es la consolidación gradual del autoritarismo
en el ejemplo uruguayo. Carlos Real de Azúa llamaba a este proceso de
crisis (que para él comienza en 1958): “endurecimiento graduado”.
Ese carácter secuencial o por etapas de la crisis del país también
ilustra una serie de “fracasos acumulativos” verificados en tres
lustros, entre 1958 y 1973, a pesar de las 4 elecciones nacionales realizadas,
la sucesión de 5 administraciones de gobierno y parlamentos electos,
la rotación de los dos partidos tradicionales en el poder y la reforma
de la Constitución. Nada de eso, fue reaseguro suficiente para evitar
la crisis de la democracia y la ruptura institucional.
Por tanto, la instalación del autoritarismo en etapas, y no a través
de un acto rupturista único, ilustra la gradualidad del proceso de deterioro
del sistema democrático. El proceso uruguayo, entre
1968 y 1973, ilustraría lo que, parafraseando a Norberto Bobbio, podríamos
llamar el “camino democrático a la dictadura”.
Si bien democracia
y dictadura, en tanto regímenes políticos,
son conceptos antagónicos, relaciones de tipo autoritario igualmente
pueden existir y constatarse bajo un régimen republicano-democrático
de gobierno, y viceversa, relaciones democráticas pueden irse imponiendo
gradualmente bajo un régimen dictatorial, como lo ilustra nuestro
proceso de transición a la democracia, entre 1980 y 1984. Dicho de otra
manera, la legitimidad de origen de un gobierno: el ser electo democráticamente,
no asegura siempre, ni en todo momento, la legalidad de sus procedimientos
en el ejercicio cotidiano del poder público.
Al respecto, Juan Linz establecía la posibilidad de que un gobierno
elegido legalmente fuera, él mismo, una fuente de peligro para la continuidad
de las instituciones democráticas. Dicho gobierno puede tomar medidas
en defensa de la democracia, legalmente promulgadas por el Parlamento, pero
que pueden debilitar la defensa de las libertades civiles. Al adoptarlas, se
corre el peligro de lo que los teóricos continentales, dice Linz, llamaban “abuso
de poder”, es decir, utilizar normas legales para las que no estaban
pensadas o extenderlas a adversarios que no pueden considerarse constituyan
una oposición desleal o violenta. En todo caso, dice Linz, “La
vana esperanza de hacer más democráticas a las sociedades por
vías no democráticas ha contribuido demasiado frecuentemente
a la crisis de régimen y en última instancia ha preparado el
camino a los gobiernos autoritarios”. (167)
Otro autor, el norteamericano Robert Dahl, retomado por Luis Eduardo González,
sostiene que la crisis de la poliarquía uruguaya, en 1973, es particularmente
significativa en una perspectiva comparada porque es el ejemplo más
notable –dice-: de un “sistema democrático de relativa larga
duración reemplazado por un régimen autoritario internamente
impuesto” (subrayo lo de “internamente impuesto” para resaltar
la necesidad del análisis institucional como factor de crisis y ruptura).
En el Uruguay posdictadura se ha tendido a razonar esta crisis institucional
atribuyendo a la violencia y existencia de organizaciones armadas que desafían
la autoridad de gobiernos legítimos (el de Jorge Pacheco Areco y Juan
Ma. Bordaberry) la causa principal de la ruptura institucional. Esos desafíos
al monopolio estatal de la violencia será un factor fundamental de crisis
y justificación de las acciones punitivas del Estado, pero también
puede decirse que, desde noviembre de 1972, con la caída de Raúl
Sendic (el fundador del MLN) y el repliegue a Bs. As. de otros grupos de acción
directa (caso la OPR “33”), no se verifican en el interior del
país enfrentamientos armados importantes con fuerzas estatales. Sin
embargo, la continuidad de la lógica represiva del Estado se prolongó por
11 años más bajo la dictadura.